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La factura ‘verde’

El vicepresidente ejecutivo de Astic critica que los fabricantes de vehículos se sumaron a la apuesta política por la electrificación y solo ahora reclaman una verdadera neutralidad tecnológica.

Publicado: 11/09/2025 ·17:40
Actualizado: 11/09/2025 · 17:40
  • Ramón Valdivia aboga por una auténtica neutralidad tecnológica.

Cada sector económico tiene derecho a defender sus intereses como mejor entienda. Pero en el debate sobre la transición energética conviene señalar que la industria del automóvil ha ido modulando su discurso al compás de la coyuntura, adaptándose a cada giro de las políticas europeas y a la percepción pública sobre la movilidad sostenible. La declaración conjunta de ACEA y Clepa, difundida a finales de agosto en vísperas del Diálogo Estratégico convocado por la Comisión Europea, lo ilustra con claridad.

Ambas organizaciones reclaman flexibilidad normativa, incentivos a la demanda y una verdadera neutralidad tecnológica. Señalan, además, los elevados costes energéticos, la insuficiencia de infraestructuras y la dependencia exterior. Todo ello es indiscutible. Sin embargo, creo que este reconocimiento llega algo tarde, al menos a ojos de quienes llevamos tiempo advirtiendo de esas grietas que hoy ya no se pueden soslayar ante la presión de los mercados y la exigencia de los reguladores.

El Pacto Verde europeo, aprobado en 2020, puso la electrificación de la movilidad en el centro de la estrategia hacia la neutralidad de carbono, marcando metas intermedias claras para avanzar sin titubeos. Impulsados por ese empuje político, muchos fabricantes anunciaron en 2021 planes ambiciosos de electrificación total. Pero, evidentemente, no tuvieron en cuenta la opinión de los compradores y las ventas de coches eléctricos no despegaron. A pesar de ofrecer modelos más asequibles, la demanda siguió tibia, demostrando que la transición no se acelera solo con buenas intenciones.

Durante años, el sector acompañó sin grandes sobresaltos las líneas maestras del Pacto Verde y del paquete Fit for 55. Más que resistirse, incluso abrazó la narrativa de la electrificación. Y no por ingenuidad, sino porque ese camino abría la puerta a un caudal de fondos públicos nunca visto: programas europeos, megaproyectos de baterías, incentivos fiscales y ayudas nacionales. En esa dinámica, la llamada “neutralidad tecnológica” quedó arrinconada, mientras el vehículo eléctrico de batería se convertía en la opción estrella.

Hoy, la realidad impone una dosis de realismo. En turismos y furgonetas, los eléctricos puros siguen sin despegar al ritmo que muchos esperaban, concentrando sus ventas en un puñado de países.

En el transporte pesado, los obstáculos técnicos, de costes y de infraestructura hacen inviable cumplir los objetivos de 2030 según la hoja de ruta actual. Y 2025 añade otra presión: la normativa CAFE reduce el límite promedio de emisiones de 115,1 g/km a 93,6 g/km, con multas de 95 euros por gramo excedido y por vehículo vendido, lo que podría traducirse en sanciones multimillonarias. Para cumplirla, las marcas deberían alcanzar un 28% de eléctricos y un 8% de híbridos enchufables, frente al 13,6% y 7,1% registrados en 2024. La factura regulatoria no es hipotética; está aquí y es más elevada de lo que se había querido reconocer.

De ahí, a mi parecer, viene el giro en el discurso. El entusiasmo por la electrificación y el respaldo a los plazos de 2030 y 2035 se ha transformado en una apelación a la flexibilidad, a revisar plazos y a abrir la puerta a todas las tecnologías. Reclaman pragmatismo y no les falta razón: sin demanda real, sin infraestructura suficiente y con costes energéticos desorbitados, la transición corre el riesgo de quedarse a medio camino. Pero también se deberá admitir que la alineación inicial con Bruselas y la dependencia de los subsidios contribuyeron a esta encrucijada.

El dilema está servido. Mantener los plazos tal como están puede socavar la competitividad de la industria europea y vaciar su base productiva. Modificarlos ahora, en cambio, introduce incertidumbre y erosiona la credibilidad regulatoria. La salida, probablemente, no está en escoger entre blanco o negro, sino en recuperar una auténtica neutralidad tecnológica: combustibles renovables, híbridos enchufables y todas aquellas opciones capaces de aportar soluciones reales.

Porque necesitamos reglas exigentes, sí, pero también sensatas. Y porque, aunque las advertencias actuales del sector son fundadas, pesan menos cuando se pronuncian solo al borde del precipicio. La transición energética requiere un debate sincero, profundo y constructivo.

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